T ras la noticia de la insurrección militar en Zimbabue contra el legendario dictador africano, Robert Mugabe , las declaraciones de la comunidad internacional no tardaron en llegar. En algunos casos, para llamar a la calma, en otros, para pedir que el país volviese a la senda democrática y en otros, como es el caso de Venezuela, para exigir el “restablecimiento del orden constitucional”, un comunicado que le costó críticas a la cancillería pero no sorprendió a nadie, ya que las amistades del régimen chavista siempre han sido las más sanguinarias e inmorales. Desde Saddam Hussein hasta Daniel Ortega , desde Bashar Al-Assad hasta Alexander Lukashenko, todos y cada uno de los dirigentes a los que el chavismo les ha abierto las puertas de Venezuela para formar ejes misteriosos y antiimperialistas, todos, en sus respectivas naciones, son acusados —no con pocas pruebas— de perseguir a sus críticos y destruir la economía. Tal vez Hugo Chávez aprendió de ellos y Nicolás Maduro l
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