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37 años después, Mugabe dimite como presidente del país del que él se convirtió en primer jefe de Estado
Cuando Robert Mugabe (21 de febrero, 1924) llegó al poder absoluto en 1987 nadie se imaginaba que su final sería tétrico y humillante para el héroe independentista que había derrotado al régimen apartheid de Ian Smith de la antigua Rhodesia y que era respaldado por Reino Unido, pero que además, le había dado “el poder al pueblo negro”.
Mugabe reía en público como también se enfurecía y mandaba a cualquier funcionario al carajo; su temperamento a los 93 años sigue siendo egocéntrico, salvaje y ruin. Ni la longevidad lo ha hecho reflexionar, aunque su última decisión política, promovida por la actual crisis política de Zimbabue, parece ser una luz al final del túnel para el ex dictador africano que ha decidido dimitir enviando una misiva al Parlamento justo cuando se disponía a iniciar el proceso de impechment en su contra.
Toda esta situación tiene un contexto que es necesario explicar para entender el auge y caída de uno de los criminales en el poder que más tiempo lleva gobernando una nación africana.
Mugabe siempre había deseado la libertad de su país, incluso cuando se encontraba encarcelado por subversión soñaba con ver a su patria libre del yugo británico y de las imposiciones de los blancos por encima de la mayoría negra. Su rencor y odio hacia la clase gobernante de entonces crecía y se alimentaba con cada injusticia, cada muerte y explotación laboral.
El profesor Mugabe fue construyendo aquel sueño desde que salió en libertad luego de una década y decidió emprender la lucha armada que finalmente culminó con una derrota pactada con Ian Smith, antiguo presidente de Rhodesia y enemigo número uno de Robert Mugabe.
Cuando Mugabe se hizo con el poder, expulsó a los británicos y persiguió hasta la muerte a los blancos que se oponían a su régimen y a los que no, también. No dudó en aplastar a sus críticos y se encargó de hundir a sus aliados que le eran “desleales”; su régimen de terror se extendió por todo Zimbabue y el líder de la independencia poco a poco fue armando su caparazón, el cual se construía con la admiración de los zimbabuense y el poder que iba acumulando por encima de los derechos de los ciudadanos, incluso por encima de la destrucción de la economía de un país que en los años 1970, era un ejemplo tangible de una nación exportadora de alimentos, para luego convertirse en uno de los países de África y del mundo más pobres, y todo esto gracias a las políticas depredadoras de corte marxista-leninista que Mugabe puso en marcha.
Robert Mugabe expolió tierras y se jactó en repartirlas a negros sin granjas que en otrora eran ejemplos de producción, por supuesto que la producción se convirtió en muerte de ganado y escasez crónica de alimentos. Mientras esto iba sucediendo, el dictador continuaba atornillándose en el poder, no le importaba el hambre de su pueblo ni mucho menos se inmutaba cuando debía demostrar en público que vivía de opulencia y que el dolor ciudadano para él era un tema aburrido porque, a su juicio, las sucesivas crisis económicas que ha vivido Zimbabue se deben a “la mano peluda de Occidente”, especialmente Reino Unido, que fue el país del que Mugabe sacudió junto a otros veteranos de guerra la independencia de la nación.
Mientras la crisis crecía al mismo tiempo que la represión, en el seno del partido gobernante, la poderosa Unión Nacional Africana de Zimbabue -Frente Patriótico (ZANU-PF)- todos adulaban a Mugabe; no había medio de comunicación en el país que no transmitiera una imagen, un vídeo, un mensaje, una frase del líder revolucionario, pero en lo colectivo su imagen se iba deteriorando gracias a la profunda crisis que se agudizó desde el año 2000 cuando la inflación se disparó a niveles nunca antes vistos y ocasionó una hambruna generalizada que aún ha dejado estragos en Zimbabue, pues la sequía ha sido, junto a las pésimas políticas gubernamentales, un factor principal de la destrucción del campo y de la aunada falta de producción.
El 14 de de noviembre todos los zimbabuenses estaban estupefactos al observar en las calles de Harare, capital del país, y a las afuera de la ciudad, tanques blindados y patrullas militares. Soldados con armas largas que revisaban cada automóvil que transitaba, el rumor de golpe de Estado corrió como el agua y los reporteros de las agencias internacionales como de los medios locales intentaban encontrar respuesta ante los inéditos movimientos militares que al final del día se trasladaron a la sede de la radiotelevisión de Zimbabue, la ZBC, para emitir un comunicado al país y al mundo en el que anunciaban un proceso patriótico para eliminar a “los delincuentes que rodeaban a Mugabe”.
FOTO | Cortesía del diario EL PAÍS
Aquel espectacular acontecimiento se debía a la advertencia del jefe de las Fuerzas Armadas del país, el general Constantino Chiwenga, quien había declarado públicamente luego de la destitución del vicepresidente Emmerson Mnangagwa por parte de Mugabe y de su esposa Grace, que el ejército iba a intervenir si se ponía en riesgo la revolución. Pues tal como lo anunció aquel regordete militar, los soldados tomaron las instituciones públicas, rodearon la ZBC y finalmente llegaron a la majestuosa residencia oficial de Robert Mugabe en la cual desarmaron a sus escoltas y lo declararon en arresto domiciliario junto a su mujer.
Tal vez nada de esto hubiese ocurrido si Mugabe no hubiese despedido por “deslealtad” a Mnangagwa, quien se perfilaba como su virtual sucesor y que ya era una piedra en el zapato de Grace Mugabe, que deseaba ser la sucesora de su marido. Pero la pareja presidencial no se detuvo a reflexionar los siguientes episodios en cuanto a que Mnangagwa tenía el respaldo de la élite militar, de una parte importante del mismo gobierno y del partido, ya que la mayoría de los ministros dejaron prácticamente solo a Mugabe en medio de la crisis.
Al principio Mugabe se resistía a dimitir, no podía soportar la idea de que fuese a perder el poder luego de casi cuatro décadas gobernando con mano de hierro, pero lo que aún le afectó más al viejo dictador es que sus propios camaradas de partido, el movimiento con el que conquistó la independencia de Zimbabue, le dieron la espalda y por si fuera poco lo expulsó de sus filas y le planteó un ultimátum.
La caída de Mugabe marca un hito histórico en momentos en que las calles de Harare estallan de alegría ante el fin de una era y el inicio de una nueva marcada por la incertidumbre de lo que viene. Es necesario subrayar que en Zimbabue hubo un golpe de Estado promovido por el propio establishment gubernamental; no se trata de una revolución ni merecen los militares ser llamados “revolucionarios”, pues simplemente fueron guiados para preservar los intereses de unos corruptos que veían en la sucesión del poder el fin de lujos. Por el bien de Zimbabue, y como lo ha pedido la comunidad internacional, es necesario la aplicación inmediata de reformas democráticas y económicas que promuevan la paz y el bienestar de todos los ciudadanos, ya que la mayoría de los que han exigido en las calles el fin de Mugabe lo hacen esperanzados en que su estatus de vida pueda cambiar para no tener que desplazarse a Sudáfrica o emprender travesías por otras naciones.
El fin de la era Mugabe demuestra a las naciones controladas por regímenes autocráticos que pueden colapsar de un día para otro cuando los intereses de un grupo, de una clase o del pueblo se vean ignoradas por los que detentan el poder. Nadie pensó nunca en que el héroe de otrora se convertiría en un viejo y decadente dictador que estampa su rúbrica en una hoja celebra por millones.
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