Esa mañana salí entusiasmado de mi casa, aunque la lluvia acechaba, Maracaibo brillaba. Era 20 de octubre de 2020, el annus horribilis de la humanidad. Me dirigía a una reunión política del partido donde milito, la reunión de todos los martes. Allá, una buena conversación con los compañeros, intercambio de opiniones, risas y despedidas. Era la hora de marcharme y una tenue llovizna cayó con tranquilidad y yo iba bajo su manto de agua, pero nunca imaginé que después de esto me diagnosticarían con COVID-19 el viernes 23 de octubre.
Y es que fue la lluvia la que reveló los síntomas. Según mis médicos, era un caso de esos asintomáticos, pero el choque de agua me procuró una alergia que en tres días se convirtió en dolor de cabeza, cansancio, tos seca y luego una evidente infección pulmonar descrita como neumonía. Dos semanas y media de aislamiento en mi casa, cumpliendo con el tratamiento recetado por los médicos y con el cuidado especial de mi madre. Con el virus pude descubrir que es una montaña rusa: un día estás bien, arriba, pero al siguiente te baja de golpe y te deja en el suelo, sin ánimos ni entusiasmo de nada. Pero paulatinamente me fui recuperando, feliz y ansioso de poder salir a la calle, sumarme otra vez al activismo político, poder visitar a mis seres queridos o sentarme una tarde en el frente de la casa de mis vecinos y conversar un rato, pero no fue como lo imaginé, y no por mí, sino porque la siguiente en completar la ecuación de contagio fue mi madre.
Fue un golpe bajo porque después de estar recuperado, mi madre se sentía muy mal con los síntomas particulares del COVID-19. Ella fue la que me cuidó y vigiló los días que estuve convaleciente y a pesar de que yo utilizaba el tapabocas permanentemente, incluso en la habitación, y ella también se protegía tomando las medidas recomendadas de bioseguridad, nuestra cercanía bajo el mismo techo no colaboró lo suficiente para evitar su contagio. Sus síntomas eran un cansancio terrible, sumamente extraño en ella que es una mujer activa; tos, escalofríos y falta alarmante de apetito, pero lo peor estaba por llegar. Una noche le dije que intentara contener la respiración pero le fue casi que imposible. La tos la atacaba de inmediato y no podía sostenerse bien. El 5 de noviembre, tres días después que fuera diagnosticada con el virus, mi hermana Daniela la lleva a la clínica para una nueva evaluación médica, pero a partir de ese día comenzaron los de angustia y miedo.
Al momento de mi mamá ser evaluada por una doctora, esta recomendó inmediatamente colocarle oxígeno y ser hospitalizada, pero no ahí. La clínica no tiene hospitalización para pacientes por coronavirus, así que comenzó el proceso de traslado hacia el Hospital Universitario de Maracaibo (HUM), por antonomasia el submundo de los enfermos, el purgatorio, el centro de la agonía, el peaje al infierno, y con eso todo lo que implica contactar una ambulancia y cubrir los costos en Venezuela.
Mi mamá junto a mis tres hermanas, para entonces yo debía seguir de reposo, llegaron a la emergencia del HUM, un lugar tétrico, en ese espacio la atendieron, le suministraron medicamentos, le practicaron las pruebas correspondientes y al anochecer, después de ver diversos casos y el drama que eso acarrea, la asignaron a la cama 4 del piso 8. Todavía no habíamos tocado fondo. En la habitación estaba sola, sin compañía de otros pacientes, y con el beneficio de que podría gozar de la estancia de un familiar para ayudarla y supervisar. Por suerte mi hermana Daniela y Laura siempre estuvieron allí, mientras que mi hermana mayor, Evelyn, por ser paciente renal no podía exponerse al virus dado el riesgo que corre de contagiarse, pero eso no fue impedimento para que ese 5 de noviembre no se quedará de brazos cruzados. Llegó hasta el estacionamiento del hospital y desde allí fue un apoyo moral para nuestra madre.
El Hospital Universitario de Maracaibo no es muy distinto a los del resto del país en cuanto a las carencias, el daño de la infraestructura, la falta de personal sanitario, los gastos de cada familia ante la escasez de medicamentos. Es un lugar al que nunca nadie quisiera llegar ni de visita. El único ascensor del área de aislamiento solo llega hasta el piso número 6, mientras mi mamá estaba internada en el 8, y eso sí, el ascensor o elevador solo funciona para pacientes, aunque en muchas ocasiones tuvimos suerte en solo subir dos pisos y no ocho como lo hicimos en innumerables oportunidades para llevar el desayuno, almuerzo y cena o para practicar algunos exámenes o subir implementos de aseo personal. Lo cierto es que después de dos semanas de estar hospitalizada mi madre, por fin pude ir a verla. Aquella experiencia nunca la olvidaré, pues se pueden imaginar estar más de diez días sin verla, sin poder abrazarla, besarla o tocarla, sentirla viva y cercana, poder verla a los ojos y decirle cuánto la amo. Fue sumamente emocionante, fui feliz.
La primera imagen del piso 8 fue ver dos camas sin colchones apretujadas frente a las puertas de los ascensores que alguna vez sirvieron, dos filas de sillas color azul metálico cubrían una esquina y otra una de las paredes. En un rincón, estaban amontonadas unas láminas de hierro, escritorios de madera húmedos, lámparas dañadas y una pipa o pote de basura oxidado donde los médicos y el personal de enfermería desechaba los trajes de bioseguridad después de salir de las habitaciones. Debo confesar que el pasillo del piso 8 no era lo que esperaba. Es un corredor de unos cuarenta o cincuenta metros de largo, no tan ancho ni tan angosto, pintado con un celeste parecido al color de algunos tapabocas, pero que daba cierta tranquilidad; el pasillo estaba parcialmente iluminado. Algunas lámparas tenían bombillos quemados pero los demás hacían su trabajo de iluminar mañana, tarde y noche, nunca se apagaron, ni con las fluctuaciones eléctricas de la que no escapa el HUM.
La habitación donde estaba mi madre era la segunda desde la entrada. Es bastante amplia, lo suficiente para que quepan dos camas, es decir, la 3 que estaba sin colchón como signo de que había muerto una persona y lo habían sacarlo para desecharlo y evitar mayor contaminación, y la cama 4 que era la que mi mamá ocupaba mientras recibía oxígeno durante todo el día para mantener alta la saturación, pues la neumonía bilateral le afectó con fuerza la respiración natural. Ah, la habitación también tenía baño, sin electricidad, y el inodoro rodeado de botellas de refresco de todas las marcas llenas de agua para complementar el aseo de los acompañantes.
Del pasillo del piso 8 tengo presente un cartel que estaba pegado en una mesa donde las camareras dejaban los almuerzos, única comida que ofrece el hospital a los allí recluidos, y que alertaba sobre el virus mortal que es el COVID-19. Nadie se asomaba por allí a menos que tuviese un familiar hospitalizado, pero nada más leer ese cartel erizaba los cabellos y aumentaba los latidos del corazón, pues nunca antes estuve tan cerca de la muerte, nunca la había sentido susurrándome al oído, nunca la había visto pasar por la puerta envuelta en sábanas blancas mientras los trabajadores de la morgue llevaban la camilla y atrás se escuchaba el llanto penetrante de algún familiar desconsolado porque su ser querido había sucumbido ante el virus.
En el piso, más allá de la angustia por la salud de mi madre y los problemas cotidianos que padece un hospital, no me puedo quejar del trato y la atención de los médicos, enfermeras, enfermeros, camilleros, bedeles, todos estaban allí arriesgando sus vidas, y no por el salario que es una miseria que clama al cielo, sino por algo tan especial como la vocación, el amor por lo que hacen. Hombres y mujeres que a diario dan todo de sí para ayudar, para colaborar, para tratar de salvar vidas y ganarle la pelea a la pandemia. El personal sanitario del Hospital Universitario se ganó el aprecio y admiración de mi familia y el mío. Sé que de algunos tal vez nunca más vuelva a saber, de otros nunca supe ni sabré sus nombres, pero quiero agradecer a Cecilia, Isabel, Fanny, Robert Antonio, el doctor Luis, Raimundo y tantos otros de los que no conocí su nombre o que se contagiaron, pero que sé siguen allí, en ese elefante que es el HUM, en ese piso 8 donde rezaba con mi madre el salmo 91 para disipar el pánico que me asaltó en más de una oportunidad, donde me aferraba de su mano y le prometía mencionando a Dios, y con una estampita de Jesús de la Misericordia, que de allí iba a salir viva y sana, como en efecto ocurrió. Un mes y ocho días después mi mamá fue dada de alta para recuperarse en la casa, se convirtió en uno de los pacientes que más tardó en salir, pero lo logró de la mano de Dios, nuestro faro en medios de las tinieblas, en medio del temor y del umbral que es la vida y la muerte.
Quise escribir estas líneas porque sentía la necesidad de contar, de narrar lo más resumido posible la amarga pero después victoriosa experiencia de mi familia con el COVID-19. Sé que es historia para nuestra familia, necesitaba cerrar este capítulo antes de que termine el 2020 y aunque a veces he estado tranquilo leyendo o durmiendo, el olor al piso 8 regresa a mí pero tengo la gratitud de poder darme la vuelta y ver a mi madre, tocarla, abrazarla, darle un beso en sus mejillas y decirle todo lo que la amo.
Carlos Guerreros , mi admiración por ti y tu familia , tu mam,i valiente, guerrera , Dios los bendiga , y les llene de vida y salud , y que el nuevo año 2021 sea lleno de mucha felicidad
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