La crisis coyuntural por la que atraviesa Venezuela es vista ante los ojos de la comunidad internacional con mucha preocupación. En reiteradas ocasiones, cancilleres, ministros, presidentes, políticos y funcionarios de la Organización de Naciones Unidas se han pronunciado en torno a las causas y consecuencias que le confieren al país la etiqueta de la nación con la inflación más alta del mundo y el más alto índice de violencia e inseguridad, después de El Salvador.
Si se habla de problemas, hay que hablar de soluciones. No es que la comunidad internacional se haga la vista gorda, con sus contadas excepciones, ante lo que ocurre en Venezuela. Las posibles soluciones han sido planteadas y puestas sobre la mesa, pero con la misma rapidez con que, por ejemplo, la Unión Europea y Estados latinoamericanos las han argumentado, también han sido descartadas y se han tornado delebles.
Desde el Parlamento Europeo a los parlamentos de Latinoamérica, declaración tras declaración y acuerdo de rechazo tras acuerdo de rechazo, al Gobierno venezolano lo han instado hasta la saciedad para que ceda posiciones y acepte la convocatoria a elecciones regionales y generales con el fin de lograr una transición política pacífica, pero de igual forma lo han instado a recurrir al financiamiento externo como parte de una estrategia de sufragio de costos necesarios que requiere la economía del país a un largo plazo con una deuda de términos negociables con acreedores internacionales.
Ninguno de esos escenarios es posible en el cálculo político del Gobierno de Maduro. Sin embargo, pareciera existir un mecanismo internacional que podría generar efectos diplomáticos, políticos y hasta económicos que presionen al régimen venezolano y lo hagan retroceder en sus posiciones totalitaristas de corte neocomunista. Ese mecanismo es la Carta Democrática Interamericana.
La Organización de Estados Americanos, integrada por 33 países y de la cual Venezuela forma parte, es un mecanismo multilateral que fue fundado con el fin de proteger y blindar la democracia en los Estados de la América toda y el Caribe. La Carta Democrática signó su entrada en vigencia al juego político internacional, por lo cual instauró lo que hoy se conoce como el Sistema Interamericano, compuesto por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la Asamblea General de la OEA. En esos tres flancos se centra la evidente estrategia de Luis Almagro, excanciller de Uruguay y actual secretario general del organismo para coadyuvar a una alteración con ritmos cambiantes en la anomia política y económica que presenta Venezuela.
Al activar el artículo 21 de la Carta Democrática, que reza: “Cuando la Asamblea General, convocada a un período extraordinario de sesiones, constate que se ha producido la ruptura del orden democrático en un Estado Miembro y que las gestiones diplomáticas han sido infructuosas, conforme a la Carta de la OEA tomará la decisión de suspender a dicho Estado Miembro del ejercicio de su derecho de participación en la OEA con el voto afirmativo de los dos tercios de los Estados Miembros. La suspensión entrará en vigor de inmediato”, Almagro apelaría al criterio de la máxima instancia de la OEA para que Venezuela sea vetada en su derecho de participación en el organismo y expulsada del Sistema Interamericano.
Esa hipótesis deja entrever que aunque el Gobierno rechace los informes de Almagro, que influyen en el análisis consensual de los 33 Estados miembros, no puede disimular los efectos contraproducentes que implicarían para Venezuela una eventual expulsión de la OEA.
La CIDH deploraría la gestión en materia de derechos humanos del Estado venezolano al basarse en el reciente Examen Periódico Universal de la ONU con 274 recomendaciones y la exhortación de Australia, Brasil, Irlanda, Canadá, España y Estados Unidos para que sean liberados los presos políticos.
El Banco Interamericano de Desarrollo podría cesar sus préstamos al país, que acumulan hasta la fecha un total de 1700 millones de dólares.
Almagro busca votos y tratar de convencer con su retórica, tal como lo hizo con los 20 países que aprobaron la presentación de su primer informe sobre Venezuela el 23 de junio de 2016. Si las dos terceras partes del seno de la Asamblea General votan a favor de aplicar la Carta Democrática y las gestiones diplomáticas fallan en sus dos primeros intentos, un veto de Venezuela sería inminente y traería a colación la pérdida de credibilidad de la comunidad internacional en la administración de Maduro para garantizar los derechos humanos, la libertad de expresión, los derechos políticos y civiles, la participación política, el Estado de derecho y la separación de poderes. Todos estos, argumentos de peso para constatar que la ruptura en el sistema democrático venezolano es un hecho factible.
Un pronunciamiento de la ONU sería tan repercutible que la posibilidad de una sanción diplomática de la Asamblea General de ese organismo resquebrajaría la faceta ideológica de bienestar social pregonada por el oficialismo y lo proyectaría como el sistema político de un país con vestigios de un Estado fallido.
El escenario más latente en esta situación de presión internacional es que el desencadenamiento de las consecuencias que advirtió Almagro si el Gobierno venezolano no convoca a elecciones generales en 30 días, lo cual es una utopía política per se: la suspensión de Venezuela en la OEA, que requeriría del apoyo de 24 de los 33 países que la integran.
La arena internacional se vuelve cada vez más hostil para Venezuela, cuya representación diplomática, encabezada por la canciller Delcy Rodríguez, se muestra más reacia y radical en cada discurso o pronunciamiento. Una política exterior basada en el aislacionismo y status quo de antiimperialismo que la ha llevado a perder alianzas que en el pasado eran clave, como Brasil y Argentina, pero que actualmente le restan votos y apoyos a mociones y/o resolucionesen cada instancia representacional del concierto mundial.
Es esa política exterior la que se extrapola como complemente diferente a la de Estados Unidos, bajo la actual administración de Donald Trump, que mantiene una política hostil de presión diplomática, sin descartar una posible presión comercial, sobre el Gobierno de Maduro. Es precisamente la postura de la OEA la que se alinea con la de EE.UU., cuya influencia en el organismo es clara y notoria, lo cual condicionaría el debate de la Asamblea General y podría acelerar la toma de decisiones sobre una suspensión de Venezuela. Las cartas están puestas sobre la mesa, solo falta esperar la jugada de la OEA y la respuesta de Maduro.
Ricardo Serrano | @RS_Journalist
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