Solía contarme mi padre que, en sus tiempos de juventud, aquellos años convulsos que siguieron al Mayo Francés, los jóvenes soñaban con la revolución. Se reunían en una casa o en una plaza, hablaban sonrientes sobre las "hazañas" guerrilleras en toda América y se animaban, guitarra en mano, con cánticos que insuflaban sus sentimientos revolucionarios.
Con el tiempo, la llama revolucionaria se apagó y muchos dejaron de fantasear con el fusil del Che. Pero el socialismo, que prometía una nueva vida e imponer la igualdad frente a los privilegios, llegó al poder por otra vía. Quienes no habían vivido los años de la "Cuba heroica", la Nicaragua revolucionaria o el Sendero Luminoso del Perú, ahora tomaban las banderas que sus padres habían perdido y reanimaban las luchas que la generación anterior había olvidado.
La revolución se consumó. La igualdad fue la bandera más ondeada. El revanchismo no existiría. La fraternidad iba a ser el fin más preciado. Los privilegios llegarían a su fin.
El futuro de la juventud estaría garantizado por la revolución. Su progreso, su desarrollo, sus sueños, anhelos y esperanzas estaban asegurados por la revolución. Veinticinco años después, muchos siguen esperando esas promesas. Otros, que alzaron las banderas de sus padres, se aferran al ideal revolucionario, lo defienden y lo viven.
Pero los privilegios no cesaron, solo cambiaron de propietarios. La juventud revolucionaria ya no canta en la plaza: se reúne en salones y bares y, con whisky en la mano, sigue hablando sobre los sueños de sus abuelos. Si ellos pudiesen ver en lo que acabaron aquellas luchas… Los "ideales" terminaron en prebendas; la revolución ahora es reaccionaria y, en mi pueblo, la gente sufre peor que antes.
➨ Artículo escrito por David Caballero, periodista.
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