Es momento de que cada ciudadano se haga responsable del político al que sigue y de las ideas que defiende
En los últimos años —mi juventud no me permite hablar de otros tiempos—, los políticos de larga data experimentan una especie de obsesión por la moralidad. Es común que hagan alarde de la más pura, casta e incorruptible moralidad. Dan clases magistrales de ello, al menos en la oratoria, en cualquier escenario: un mitin, el hemiciclo o reuniones privadas. Su carácter parece ajeno a la mentira, la corrupción y la traición.
Se han convertido en gurús de lo correcto y lo bueno. Almas puras, dedicadas al servicio exclusivo del ciudadano, incapaces de aprovecharse de él. Cuando buscan un voto o apoyo para cualquier causa, lo hacen con plena abnegación. El poder no es su fin; nunca lo ha sido.
En lo discursivo, en efecto, todo es como se describe arriba. Pero en la práctica, la deuda moral es enorme. Por mi cercanía a la política, he comprendido con facilidad lo que a la mayoría de los ciudadanos les cuesta décadas —y varias decepciones electorales— entender: mientras más bonito habla el político, mientras más enamora su mensaje y mientras más hermosa sea su propuesta, más grande es la mentira.
Las ínfulas de superioridad moral solo sirven para ocultar la podredumbre del alma de aquellos cuyas verdaderas intenciones no pueden salir a la luz pública. Utilizan al ciudadano, utilizan a su compañero, utilizan a quienes les son leales; y cuando son interpelados por la opinión pública, su única salida es la victimización. Se sumergen tanto en su propia mentira que luego son incapaces de reconocer sus errores. Y una vez que se ven en este terreno, alguien podría creer que pueden rectificar, pero no es así: huyen hacia adelante. “No es mi culpa, es el contexto”; “yo no tuve que ver, fueron mis enemigos”; “todo lo que he hecho, lo hice por la gente”.
Alardean precisamente de lo que carecen, porque quien camina con la moral intacta es incapaz de utilizar la falsedad como herramienta para convencer. Carecen de propuestas sensatas y de proyectos claros; por ello, su arma contra quienes cuentan con ideas definidas es la deslegitimación a través del invento y la mentira. El debate no es su fuerte, porque su alimento es la demagogia.
Quien no puede tener ideas y valores definidos es incapaz de sostener una moral sólida. Por eso se les ve tan fácilmente danzando de partido en partido, renegando de lo que ayer creían y que hoy ya no les funciona para sus proyectos personales.
El mundo que hoy vivimos demanda que la política se haga con convicción, pero también con transparencia. Las agendas personales no pueden seguir marcando el rumbo de nuestras sociedades. Es momento de que cada ciudadano se haga responsable del político al que sigue y de las ideas que defiende. Las sociedades de borregos deben ser ahora cosa del pasado. Estamos obligados a definir una nueva ruta, una donde no tienen cabida quienes han querido vernos la cara y arrastrarnos por la senda de sus conflictos personales. La moralidad no puede ser retórica, sino la brújula que guíe nuestro andar y el manual práctico de quienes nos lideran.
➨ Artículo escrito por David Caballero, periodista.
Comentarios
Publicar un comentario