Porque, aunque sea difícil de creer, por acá caminan quienes trabajan por la restauración del arte de construir caminos y tender puentes
La política, más que una ciencia, es un arte, pero cambia dependiendo del cristal con el que se la mire. Para unos, es el arte de construir caminos y tender puentes; para otros, el arte de engañar y aprovecharse del ciudadano.
Esta última concepción, que se ha abierto paso en el debate público desde hace varias décadas, ha acabado por convertirse en el consenso mayoritario entre los ciudadanos cuando se les pregunta por su percepción de la política. Ha sido el motivo principal por el cual los jóvenes —aunque muchas veces críticos y a veces muy activos— se han desentendido poco a poco de ella. Nadie quiere formar parte del mismo circo de siempre, y todos claman por un giro de timón.
La política moderna le cerró la puerta a la negociación, al entendimiento y a la argumentación, para darle espacio al señalamiento, la confrontación y hasta la mentira. Ya ningún político utiliza la palabra y la oratoria para exponer sus ideas; en cambio, recurren al engaño y al insulto para desacreditar al rival. Lo que antes fue el ejercicio del civismo, hoy se ha convertido en el terreno donde convergen las peores conductas humanas.
El clamor por una nueva política ha terminado atrayendo a los más irresponsables e inescrupulosos políticos que, bajo el discurso de la renovación, continúan ejecutando la política más baja y de peor calidad: aquella que, lejos de propiciar el encuentro entre los ciudadanos, acaba llevándonos a la confrontación y, por añadidura, a la ruptura de la convivencia. Y no es poca la frecuencia con la que aparecen.
¿Entonces, dónde nos encontramos?
Allá arriba, los gigantes siguen haciendo lo mismo que llevan décadas haciendo: prometiendo “revolución” y “cambio”, mientras todo sigue igual. Los problemas reales de la sociedad son ignorados, las preocupaciones de los jóvenes desechadas, mientras sexagenarios prometen renovación. Para los actuales líderes no se trata de que los jóvenes no son comprendidos, sino que los jóvenes no entienden.
Abajo, entre los pisoteados, podemos ver dos grupos. Primero, los que siguen aplaudiendo y dejándose llevar por la marea, sin darse cuenta de que todo sigue igual que siempre; los que se niegan a mirar a su alrededor y ver que su líder sigue siendo más de lo mismo. “Pero es mi líder y mi deber es seguirlo ciegamente”, dirían, mientras aceptan todo sin rechistar y se convencen de que son parte activa del proceso. ¿Ah, pero cuál proceso? El de la degeneración de la política: de ese sí son parte, pero no podemos decírselo porque se ofenden.
Los segundos, esos son los verdaderos disruptores en este esquema. Quizás utópicos, quizás románticos. Son los que siguen soñando con una nueva política: esa que recupere las promesas marchitas, que se sacuda los vicios, que recupere la negociación, el diálogo, la palabra y la buena acción. Esa que no descalifique al otro por lo que es, sino que centre el debate en las ideas. La política que conocieron nuestros abuelos en el nacimiento de nuestra democracia. Porque, aunque sea difícil de creer, por acá caminan quienes trabajan por la restauración del arte de construir caminos y tender puentes.
Un nuevo renacimiento político es posible, y lo sé porque yo mismo he visto a los actores que trabajan en ello. Silenciosos y cautelosos, pero sin dejarse manipular y haciéndose escuchar, van construyendo una nueva era. Sin discursos estridentes, sin conspiraciones, sin ínfulas de revolucionarios, van haciendo su trabajo, y pronto van a salir a la luz para sorprender a quienes aún los toman por incautos y comeflores.
Comentarios
Publicar un comentario