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El renacer de Alta Esperanza | Carlos Guerrero Yamarte

 


La tragedia había pasado. Las tos había desaparecido aunque el recuerdo y las heridas de aquel año seguían sobrevolando el recuerdo de los altoesperanzanos que, con legítima nostalgia, rememoraban a sus familiares abatidos por la peste y las humillaciones del desgraciado Montesinos, quien según los rumores del pueblo, se había marchado a San Roque, la capital provincial, y allá había comprado una quinta escondida entre los barrios más prestigiosos de la ciudad. Su casona en Alta Esperanza había sido transformada en un hospital, al que bautizaron, con la presencia del gobernador, como Sanatorio Dominico.


En Alta Esperanza la situación en general comenzaba a ser más optimista para todos. El café Don Ruflo se había expandido, ahora abundaban más mesas de lo normal y hasta había instalado una terraza que deleitaba a los visitantes con una vista espectacular a las montañas andinas que ladeaban el noble pueblo. Aunque Don Ruflo había muerto como consecuencia de la tos, su hijo Sebastián decidió seguir con el legado de su padre e invirtió un buen dinero en el histórico café del pueblo, que además estaba generando fuentes de empleos para los lugareños que habían decidido quedarse en Alta Esperanza y no migrar a San Roque.


Las casas del pueblo estaban recién pintadas después de mucho tiempo, aunque sus vetustas estructuras recordaban su época antigua. Muchos de los ancianos que arrastraban sus mecedoras habían muerto, otros estaban enfermos y reposaban sobre sus literas. Aunque Alta Esperanza renacía de las tinieblas del pasado, el recuerdo predominaba; las heridas no se habían cerrado del todo.


En la catedral de Santa Eva, el padre Henrique permanecía emocionado, aunque su frondosa barba denotaba abundantes canas, el espíritu de aquel misionero jesuita resistía y rebosaba de entusiasmo. Los niños correteaban entre los jardines del templo; las monjas educaban en los salones aledaños a los adolescentes mientras que un grupo de obreros reparaban algunas filtraciones de la cúpula. El padre Henrique había padecido en carne propia los abusos de Montesinos; él más que nadie sabía del alma despiadada de aquel hombre que colocó el nombre del pueblo en los principales diarios provinciales durante la expansión de la tos. Después de la fuga de Montesinos, innumerables funcionarios visitaron Alta Esperanza para ver con sus propios ojos la realidad de un pueblo que se negaba a morir, incluso, el padre Henrique logró que su misión en la catedral recibiera al arzobispo y presidiera una misa que se desbordó de feligreses y oraciones.


En la entrada al pueblo, un gran cartel daba la bienvenida a todo aquel que llegaba. “Bienvenidos a Alta Esperanza, un lugar con las puertas abiertas para todos”. El nuevo y recientemente electo alcalde, Manuel Fra, prometió bañar de majestad la vida de los altoesperanzanos, y para ello inició un programa de remodelación de las principales estructuras de la zona; subvencionó galones de pinturas para las desteñidas casas; ofreció créditos a los negocios y bodegas locales; convocó a empresarios de San Roque para que invirtieran dinero en el pueblo; inauguró desfiles y fiestas de moda; reacondicionó la antigua casona de Montesinos en hospital y hasta reinauguró el cementerio. El señor Fra, como le llamaban algunos, ofreció una declaración al incipiente periódico Correo de la Esperanza, quien había suplido a El Indefenso en la primera fuente informativa local, y afirmó:


“Los altoesperanzanos me han elegido como su alcalde y por tal motivo tengo una responsabilidad inmensa con este pueblo, mi pueblo, mi tierra natal. Vivimos tiempos duros bajo un gobierno criminal; un gobierno encabezado por hampones, pero mi tarea en este momento no es juzgar, sino construir. El pueblo fue el que juzgó y ahora me toca dar lo mejor de mí para que Alta Esperanza renazca y sea un ejemplo para la provincia”.


Manuel Fra y su familia había sido pisoteada por Montesinos. Sus tierras expoliadas y su padre obligado al destierro del pueblo. La familia Fra, sumamente acaudalada, era la propietaria del Banco Fra & Asociados, el único en Alta Esperanza aunque disperso en distintos puntos de la provincia. El banco había sido reactivado y los altoesperanzanos depositaban sus ahorros con mucha confianza. El nuevo alcalde, hijo único, estaba casado con María Teresa Jiménez, una joven heredera de otra gran fortuna. Su elección había sido aplastante frente a Tiberio Márquez, quien de ser dueño de El Indefenso, se había creído sustituto político inmediato de Montesinos.


Aunque Fra despertaba simpatía entre la población, mantenía algunos opositores locales, pues veían en él a otro terrateniente más que solo buscaba enriquecerse a expensas del resurgir de Alta Esperanza, así que ciertos grupos se estaban organizando para boicotear la gestión de Fra bajo cualquier pretexto, eso sí, midiendo cuidadosamente la reacción de la ciudadanía.


En cierta oportunidad, un pintor andino muy reconocido, Luis Felipe de la Cuesta, viajó a Alta Esperanza invitado por la esposa de Fra para presentar una exposición artística. El lugar elegido para la presentación fue el pequeño pero elegante museo de artes plásticas construido hace unos meses. Allí, con relucientes trajes, se concentraron importantes miembros de las familias más ricas, el padre Henrique estuvo entre los invitados junto a Sebastián, del café Don Ruflo, así como Mónica Pernalete, directora del Correo de la Esperanza.


Mientras tomaban vino del más fino; comían postres traídos de San Roque y escuchaban música instrumental, un grito ensordecedor surgió de la sala principal del museo. El grito era de Luis Felipe; el pintor lloraba mientras veía desencajado hacia la pared blanca, justo donde debía estar colgando su cuadro principal, su obra maestra, a la que bautizó como “Alter Ego”. El cuadro, misteriosamente, había sido robado. Nadie sabía nada, la policía altoesperanzana activó sus alarmas e inició un operativo de búsqueda y captura de aquel o aquellos delincuentes. La exposición artística, como era de esperarse, se detuvo; los invitados se miraban unos a otros y cuchicheaban entre sí. El señor Fra junto a su mujer miraban de un lado a otro. No podían imaginar cómo el renacer de Alta Esperanza se podría ver empañado de tal vergonzosa manera.

Continuación de la Tos

➨ Artículo escrito por Carlos Guerrero Yamarte (@CarlosGuerreroY), director de la plataforma informativa Globopais (@globopais)

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