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En los pies del basurero | Carlos Guerrero Yamarte

 


Es lunes por la mañana y una nube ennegrecida de humo se dispersa en el casco histórico de la ciudad. Una combinación de óxido y putrefacción se abrazan con el viento como cadena natural mientras que los zopilotes o zamuros vuelan en círculos sobre las montañas de residuos que se acumulan en medio del basurero.

Una fabricación fantasmagórica, a punto de derrumbarse, está ubicada a un extremo del vertedero. Es como un edificio que se resiste a caer después de que las grietas de un sismo lo fragmentara, pero sin ser demolido del todo.

Unos cuantos pasos más allá del basurero hay un camposanto de camiones y hasta autobuses. Parece que un apocalipsis zombi se hubiese producido en aquel pedazo de tierra en el epicentro de la ciudad. Antiguos camiones recolectores de basura lucen oxidados, curtidos de mugre añeja y con sus ventanas rotas.

Otros cuantos pasos más descubren un ir y venir apresurado, cornetas bulliciosas, gritos de mando y una especie de mercado municipal pero con hombres y mujeres uniformados. Ataviados con pantalones de diferentes estilos, camisas o franelas coloridas y sobre ellas, sobresaliendo, un chaleco verde fosforescente o, como dicen por ahí, un verde chillón que te impacta en la vista.

Estos hombres y mujeres hablan, se ríen a carcajadas y otros, entre los baños y camiones estacionados, se besan apasionadamente muy temprano en la mañana. Las conversaciones giran en torno a diferentes temas: el pago de la semana, los turnos de trabajo, la hora y día para recibir la bolsa de alimentos o algún chisme sobre otro compañero.

A simple vista es un pandemónium; se acumulan todos y el color verde chillón es el que sobresale, como una mancha sobre la tierra. Mientras conversan y se preparan para tomar sus posiciones de trabajo, una mujer reparte guantes en fila, exige que se los coloquen para evitar cortaduras a la hora de salir a las calles de la ciudad a recoger basura, pero algunos simulan ponérselos para más tarde guardarlos, venderlos o cambiarlos.

En el estacionamiento, mientas miden el aceite y calientan los motores, los chóferes escupen grandes bolas de chimó que parecen asfalto en la tierra y en el concreto. Uno de ellos señala con la boca a una mujer que pasa a su frente moviendo a un ritmo hipnótico sus caderas. Su cabello enrulado y largo le llega a la cintura; luce una licra negra con una franela blanca con los labios estampados de los Rolling Stones mientras vocifera “café, café, café”. La mayoría le compra un vasito pequeño de café. El reloj marca las seis y media de la mañana y hay que despabilarse para que el día sea productivo.

Desde un escritorio alejado de la barahúnda, un hombre de entrada edad con gorra y camisa pulcra, da órdenes a diestra y siniestra. Señala quién se va en tal o cuál camión para tal o cuál ruta de la inmensa metrópolis mientras se acomoda los lentes. El calor ya es sofocante y el olor a basura se impregna en la ropa como un perfume Chanel.

El viejito, que sin duda es el jefe del momento, está rodeado de mujeres que entre sí se ven con ojerizas. La mayoría superan los cuarenta años pero tratan siempre de ser útiles y comandar las decisiones del jefe a ver si surge por ahí un bono extra o se ganan el respeto de los demás.

A punto de salir del patio, un camión compactador blanco pero con manchones de arena reseca acelera como para llamar a la tripulación, para advertir que llegó la hora de salir a comerse el mundo. El chofer escupe por la ventana una masa espesa de chimó mientras se seca el sudor de la frente con un retal de franela azul. Entre cuatro y cinco hombres suben a la parte trasera del camión, se sujetan fuerte de unas agarraderas de hierro mientras el supervisor, que ha tenido suerte para salir ese lunes, se sienta del lado del copiloto.

Detrás, todavía en el patio, un grupo de seis o siete hombres y mujeres toman las escobas, rastrillos, palas y carretillas para salir a cumplir con las labores del barrido manual en la principal avenida del centro de la ciudad. Los uniformes están raídos, uno que otro chaleco descolorido y las gorras parecen anémicas, pero a pesar de los pesares, todo el grupo se ríe de una broma hecha por el caporal.

Ya en la avenida, los salserines, como les llaman, comienzan a barrer afanosamente. Mientras unos barren las aceras, otros van recogiendo los montones de basura en bolsas negras. Como es pleno casco central, los transportistas de docenas de rutas llegan a su parada mientras una multitud baja apretujada de los autobuses. Algunos caminan desesperados, otros todavía tratan de entender que deben llegar a tiempo al trabajo.

Apresurados pasan cerca de los trabajadores del aseo, alguna dama emperifollada con su hijo pequeño evita tocarlos para no ensuciarse, piensa, y jalonea al muchachito para que marque distancia; otro se tapa la nariz disimuladamente para ni siquiera olerlos, pero allí siguen aquellos hombres y mujeres, limpiando, barriendo, tratando de recoger el reguero de los demás: del comerciante que lanza las vetustas cajas de zapato en plena avenida, el verdulero que lanza los desperdicios a la calle o el “ciudadano” que desde la ventanilla de un bus tira una concha de cambur o una botella de agua.

Ellos saben que no es un trabajo fácil, pero el día a día los ha adaptado a la podredumbre urbana y humana de algunos. La gran mayoría son padres de familia, como es el caso de Carmela, quien ha sacado adelante a su hijo, hoy adolescente, gracias a su trabajo. No viven de lujos ni les sobra la comida, pero decidió que su destino sería trabajar en el aseo y no en el submundo de la mancebía.

Caso similar es el de Miguel, quien apenas tiene 17 años, pero debe hacer lo que sea para encontrar los pasajes de todas las semanas y llevar a su madre a la unidad de diálisis. Su destino estaba marcado para ser un delincuente, como sus amigos bravucones del barrio, pero él decidió apostar por la honestidad, a pesar de las condiciones.

María es otro ejemplo memorable. No conoce otro oficio que no sea barrer durante el día y vender empanadas durante la noche. Su último horno lo compró acumulando plástico hallado de la basura para venderlo después. Actualmente vive con sus tres nietos mientras su hija está en Colombia tratando de encontrar un trabajo estable.

Y así como Carmela, Miguel y María hay decenas de realidades, cientos de historias que se esconden en los pies del basurero, pues no todas son historias alentadoras, pero sí que merecen ser contadas frente al desprecio e indiferencia.

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Estas breves líneas se las dedico, a modo de homenaje, a los trabajadores del aseo urbano de Maracaibo, personas dignas, perseverantes y constantes. Son ejemplo de que un trabajo honesto, aunque sea limpiar la basura de los demás, no te degrada ni te hace menos, todo lo contrario.

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