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Hambrientos y hacinados: la crisis rohingya desborda a la ayuda humanitaria

Redacción: El País | Paloma Almoguera

El objetivo de mantener una fila ordenada es en vano: tras días, a veces semanas, sin acceso a un plato de comida caliente, centenares de personas se arraciman, entre empellones, junto a uno de los puntos de distribución de víveres del Programa Mundial de Alimentos (PMA) de Cox’s Bazar (Bangladés). Yusuf, de 38 años, enseña el cupón que le da derecho a 25 kilogramos de arroz, el primer saco que recibe en ocho días. “Estamos hambrientos, pero no es solo eso”, afirma. Es una de las tantas necesidades perentorias de los más de 400.000 rohingyas que se refugian en Bangladésdebido a las matanzas de las que son víctimas en la vecina Myanmar (antigua Birmania).


"Mucha gente llega famélica y exhausta”, enfatiza Mark Pierce, director de la ONG Save The Children en Bangladés. Como Yusuf, la inmensa mayoría cruza la frontera después de días, a veces semanas, de larga travesía: huyen a pie y caminan casi sin detenerse ni alimentarse, hasta que normalmente atraviesan en barcos pesqueros el río Naf, frontera natural entre ambos países del sudeste asiático. “El sufrimiento podría ir a peor y se pueden llegar a perder muchas vidas si no se cubren las necesidades más básicas”, advierte Pierce. Necesidades —comida, techo, higiene— que solo pueden ser atendidas “si la ayuda aumenta rápidamente y la comunidad internacional incrementa los fondos”.

Basta mirar hacia cualquier rincón de Cox’s Bazar, el distrito bangladesí limítrofe con Myanmar que en tres semanas ha recibido a casi medio millón de rohingya, para confirmar las condiciones infrahumanas en las que se encuentran los refugiados. Hamida camina desorientada con su recién nacido. No recuerda bien cuándo ha llegado, ni siquiera cuándo dio a luz. Su bebé, que apenas parece llegar a la semana, está visiblemente deshidratado. Alarmados por la condición del pequeño, un grupo de voluntarios se ofrece a llevarles a una de las clínicas provisionales cercanas.

Es la ayuda informal, ofrecida incluso por vecinos de Cox’s, la que de momento está resultando más efectiva para los refugiados, según cuentan ellos mismos. Gracias sobre todo a las donaciones de “almas caritativas”, indica Yusuf, han podido comer desde que llegaron a Bangladés hace dos semanas, cuando el Ejército birmano quemó sus casas y les disparó indiscriminadamente al salir huyendo. Las escenas en las que docenas de rohingya se precipitan atropellados para recoger los billetes que les tiran regularmente desde autobuses y jeeps es una constante; la mendicidad y dependencia del buen samaritano, dicen, es una de las únicas formas para sobrevivir.

Las ONG y agencias de la ONU, omnipresentes en la zona, admiten que se ven desbordadas ante el éxodo sin precedentes que ha provocado la violencia en Myanmar, donde el Ejército repele con fiereza a la población civil después de que el pasado 25 de agosto el Ejército de Salvación Rohingya de Arakan (ARSA, en sus siglas en inglés) asaltara varios cuarteles de las fuerzas de seguridad del estado occidental de Rajine (conocido hoy como Arakan).

Joseph Surjamoni Tripura, portavoz del Alto Comisionado de Refugiados de la ONU (ACNUR) en Bangladés, admite que otros problemas para distribuir la ayuda son el déficit de coordinación y las imposiciones por parte del Gobierno bangladesí. Asegura que su agencia, por ejemplo, carece de permiso oficial para operar fuera de los dos campos de refugiados permanentes, Katupalong y Balu Khali, en los que, antes de esta crisis, ya había unos 300.000 rohingya desplazados por olas de violencia anteriores.

Bangladés, que, sobrepasado por la crisis, combina una política de “fronteras abiertas” con los impedimentos para que los rohingya no se instalen para siempre en su territorio, parece haber respondido a algunas peticiones. El Ejecutivo bangladesí ha anunciado la creación en los próximos diez días de 14.000 campamentos. Serán, en cualquier caso, provisionales, pues la primera ministra, Sheikh Hasina, urgirá a la comunidad internacional durante la Asamblea de la ONU en Nueva York esta semana que presione a Myanmar para que repatrie a los rohingya, minoría musulmana a la que el Ejecutivo birmano no reconoce la ciudadanía y los derechos básicos, a pesar de llevar en el país desde hace generaciones.

Por el momento, la inmensa mayoría de los refugiados malviven hacinados a la intemperie, expuestos a las inclemencias de la época del monzón, o en tiendas que construyen con plásticos y bambú. Mohammed Rafiq, de 27 años, se ha asentado en una junto a otras 2.000 personas más, aproximadamente. Asegura que ellos mismos llevan la cuenta para “tener la información al día y poder pedir ayuda a las ONG. Pero no la hemos recibido todavía”.

Rafiq describe cómo solo una vez al día pueden extraer agua de los pozos de Katupalong, donde hay infraestructura más desarrollada. “Pero no es suficiente para todos los que somos, así que la utilizamos solo para beber. No podemos cocinar”, indica. También la recogen de insalubres canales, poniendo en riesgo su salud. Otro problema, dice, es la falta de letrinas: “solo tenemos dos para toda la colina”.

  • Artículo publicado en El País

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