The New York Times | David Brooks
El propósito de realizar debates en un auditorio público es que los electores comunes y corrientes tengan la oportunidad de hacer preguntas. En todos los debates que he visto, el candidato voltea a ver al elector, escucha con atención y dirige su respuesta, por lo menos en parte, a esa persona.
Los candidatos se comportan así porque es una muestra de cortesía, porque se ve bien que aparenten tomar en serio a otras personas y porque la mayoría de nosotros instintivamente buscamos alguna conexión con las personas a las que nos dirigimos.
Hillary Clinton, que no se destaca precisamente por su emotividad, se comportó de esa manera el domingo por la noche. Donald Trump, por el contrario, no lo hizo. Trump trató a las personas que hicieron las preguntas como si fueran autómatas con quienes no podía relacionarse y dio sus respuestas mirando hacia el vacío, aunque intentó parecer amable con una atractiva joven musulmana.
Este hecho subraya la completa soledad de Donald Trump.
La política se trata de establecer una conexión humana, algo que Trump parece incapaz de hacer. En esencia, no cuenta con asesores ni amigos. Su equipo de campaña está formado por fríos mercenarios, en el mejor de los casos, y por Roger Ailes, en el peor. Su partido lo trata como una peste de la que todavía no puede deshacerse.
La mayor parte de su vida sufrió una fobia a los gérmenes, por eso dejó de tener contacto con otras personas. Ahora únicamente puedo imaginármelo solo, en las noches, mientras tuitea mensajes de odio.
Cada semana, Trump rompe su propio récord mundial de aberraciones pero, a medida que la campaña se hunde, descubro que experimento sentimientos de profunda tristeza y compasión hacia él.
Imaginen que tuvieran que pasar un solo día sin compartir pequeños momentos de amabilidad con amigos y personas ajenas.
Imaginen que tuvieran que soportar una sola semana en un mundo lleno de odio, rodeados por enemigos y ser objeto de aversión y escarnio.
También estarían marchitos, torcidos, torturados y, quizá, arremeterían contra el universo como una forma de cruel venganza. Así es la vida de Trump.
Trump sigue desplegando síntomas de alexitimia narcisista, la incapacidad de comprender o describir nuestras propias emociones. Incapaces de conocerse a sí mismos, quienes sufren esta condición no pueden comprender a los demás, identificarse ni establecer vínculos con ellos.
Para constatar su propia existencia, ansían obtener una atención constante de los demás. Puesto que no cuentan con parámetros internos para medir su propio valor, se basan en criterios externos e inseguros como la riqueza, la belleza, la fama y la sumisión de otros.
Por eso parece que a Trump se le niegan todos los placeres asociados con la amistad y la cooperación. Las mujeres podrían darle amor y afecto, pero en su estado de desequilibrio solo puede odiarlas y menospreciarlas. Cuando intenta tener alguna actitud de intimidad, termina siendo una horrible parodia, pues se abalanza hacia las mujeres como si fueran pedazos de carne.
La mayoría de las personas experimentan una cálida satisfacción cuando sienten que su vida está alineada con valores fundamentales. Pero Trump vive en un universo alterno sin principios morales, al estilo de Howard Stern, donde no puede disfrutar la dulzura que algunas veces da el altruismo y el servicio a la comunidad.
Imaginen que son Trump. Intentan librar un debate solo fingiendo. Compiten por un cargo y ni siquiera cuentan con las aptitudes mínimas para desempeñarlo. Persiguen un resquicio de validación que se aleja cada vez más de su horizonte.
Solo sienten alivio cuando insultan a alguien; cuando amenazan con meter en la cárcel a su oponente; cuando la acechan con una mirada amenazadora, como un matón mafioso a punto de dar un golpe; cuando ladran que ella siente un “tremendo odio en su corazón” aunque es evidente para todos que solo intentan proteger lo que hay en el suyo.
La constitución emocional de Trump solo le permite tocar unas cuantas notas: furia y agresión. En cierta forma, se comporta en los debates como un airado primate dominante que no deja de golpearse el pecho y gruñir. Pero al menos los primates tienen grupos con los que entablan una relación, mientras que Trump está tan solo que, si se cayera un árbol en su bosque emocional, no haría nada de ruido.
Es absolutamente patético.
El lunes, uno de los críticos conservadores de Trump, Erick Erickson, publicó un conmovedor ensayo titulado “Si muero antes de que despiertes… ”. Erickson ha sido objeto de ataques perversos por parte de algunos seguidores de Trump. Tanto él como su esposa sufren padecimientos serios de salud y es posible que mueran antes de que crezcan sus hijos.
Sin embargo, en el ensayo se hace evidente que ambos llenan su vida de amor, fe, devoción y servicio. Ambos tienen una confianza irrestricta en la bondad de la creación y el lugar lleno de gracia que ocupan en ella.
Puede que compartamos o no esa fe, pero Erickson está viviendo una vida de cercanía emocional, espiritual, moral y comunitaria. En contraste, la vida de Donald Trump parece exitosa en la superficie, pero es profundamente miserable. Ninguno de nosotros querría vivir en el estremecedor páramo de su propia soledad, sin importar cuán grueso sea el baño de oro que tiene encima.
El 9 de noviembre, el día siguiente a la derrota de Trump, no habrá solidaridad ni clamores de indignación. Simplemente, todos desaparecerán.
- Escrito por David Brooks en The New York Times:
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