Es lunes por la mañana y una nube ennegrecida de humo se dispersa en el casco histórico de la ciudad. Una combinación de óxido y putrefacción se abrazan con el viento como cadena natural mientras que los zopilotes o zamuros vuelan en círculos sobre las montañas de residuos que se acumulan en medio del basurero. Una fabricación fantasmagórica, a punto de derrumbarse, está ubicada a un extremo del vertedero. Es como un edificio que se resiste a caer después de que las grietas de un sismo lo fragmentara, pero sin ser demolido del todo. Unos cuantos pasos más allá del basurero hay un camposanto de camiones y hasta autobuses. Parece que un apocalipsis zombi se hubiese producido en aquel pedazo de tierra en el epicentro de la ciudad. Antiguos camiones recolectores de basura lucen oxidados, curtidos de mugre añeja y con sus ventanas rotas. Otros cuantos pasos más descubren un ir y venir apresurado, cornetas bulliciosas, gritos de mando y una especie de mercado municipal pero con hombres y
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